4/9/21

Mordiendo los labios

Teresita pasó un día más sin saber de él, ya suman 16. Mordiendo los labios 3, 6, 9 veces para asegurarse de que él no muera, se despide del atardecer. Arrastra los pies hasta la cocina y se deja caer en la mesa mostrando el desgano que ocasiona una costumbre enfermiza.

María, obviando lo que sólo a ella se le permite saber, se acerca para servir la cena: cereal con fresas congeladas, como siempre. Teresita toma la cuchara y la introduce en la leche tres veces antes de probar el primer bocado. Pudiese durar 6 minutos; ella tarda unos detestables 21 min. Las fresas comienzan a liberar trocitos de hielo, el sabor se mantiene, pero la leche pierde consistencia; las hojuelas se empiezan a sumergir, dejando atrás su cualidad crujiente, esa que tanto gusta a Teresita. Le recuerda a su infancia. Le sabe a felicidad irrepetible; termina masticando un mazacote, preso de sus acciones, preso de sus voces, de su desdicha interminable.

- ¿Ya terminaste?, dice María cuando los minutos se han cumplido; ella la conoce como nadie. Allí, espera la respuesta, con la esponja enjabonada en la mano, el cabello recogido y la camisa arremangada.
- 1,2, 3, ya... 4, 5, 6… va... 7, 8, 9... ahora sí, no me preguntes de nuevo.

Mientras María Clara retira el plato, Teresita suspira, con una vez basta. Observa la pila de libros que acomodó ayer con precisión y recuerda cuando subió al rascacielos más alto para regalarse el beso más apasionado, con la brisa alborotando sus cabellos, amenazando con la decencia de su falda y reprimiendo el dolor de sus labios acabados, aunque no tanto como sus ansias de ser arrebatada. Le falta un piso a su rascacielos de papel con ácaros. El. Quijote parece una buena opción."Dulcinea, soy dulcinea", balbucea Teresita.

10/3/15

Gracias al chocolate


Ayer llegó un poquito más cerca. Esperó que su mamá estuviese distraída y se encaramó en el mostrador. Dándole a todos los botones logró abrir la caja registradora. Sabía que los bombones los cambiaban por la moneda más grande, así que la tomó rápido y se bajó. Se acomodó la falda y muy correcta pidió un chocolate, por favor. Caminó con mucha elegancia, moviendo las caderas y en puntillas como su mamá. Se ubicó en el lado interno del mostrador y sin tropezar con las galletas tomó una brillante cajita plateada con azul. 
- Buenos días, señora. Parece que va a llover, ¿verdad? 
- Buenos días. Sí que llueva, que llueva; los pajaritos cantan.
- Y la lluvia se levanta, que caiga un chaparrón – se dijo entre risas.
- Ni Dios lo quiera, señora. La lluvia trae gripe y eso  hace mal a los niños.
 - Tiene usted razón. Quiero chocolates para mi niña. ¿Tiene chocolates Pachi?
- ¿Pachi? Ok con mucho gusto. 
- Gracias. Apúrese, por favor. 
- Aquí los tiene – . Sofía extendió las dos manos,;en una tenía la caja de bombones y en la otra la moneda; así se pagó y recibió su compra.
- Gracias. Vuelva pronto, señora. 
Terminado su juego, Sofía trató de romper la cajita, pero salió corriendo cuando escuchó que su mamá se acercaba. Llegó a otro pasillo sin darse cuenta y allí muy silenciosa luchó y luchó hasta que la abrió. Había dos chocolates redondos, mas eso no la sorprendió tanto como los dos ojos inmensos que la veían. Allí estaba de nuevo; a pocos pasos de ella. Casi corre otra vez, pero se le ocurrió que si le ofrecía un dulce podrían ser amigas, y así dejaría esa mala costumbre de observarla como zombi; eso es lo que más le asustaba. Siempre que pasaba de lejos la perseguía esa mirada que no pestañeaba. 
A veces inventaba que esos ojos de lechuza eran de una niña de cabello negro, como el de su mamá. De piel  oscura igualita a la de su papá. Usaba un vestido azul que le quedaba muy bien o mejor morado, como las uvas que le dejaron probar ayer con mucho cuidadito, “no vaya a ser que se atragante la niña”, escuchó decir. Le gustaba pensar que era una amiguita alegre, que siempre la hacía reír hasta dolerle la panza. Así se la imaginaba Sofía, pero le daba miedo conocerla. 
Poquito a poco se fue comiendo el chocolate y hasta saboreó el envoltorio. Con un regalo tan rico, seguro comprobaría que estaba viva, pensó Sofía mientras sacaba el otro bombón. Trató de prender la lamparita que estaba en medio del pasillo sin tener suerte; estaba muy alta, así que se armó de valor y comenzó a acercarse.  
Sofía avanzaba lentamente; las manos tapaban su  rostro, cual persiana que se abría y cerraba según sus latidos temerosos. A los lados, libros viejos hasta el cielo y uno que otro juego de mesa incompleto. Al fondo seguían los dos botones vigilantes, deseosos de algo que encantaba a Sofía. El camino se hizo estrecho y el encuentro era cada vez más real. Cuando estaba cerca de la mitad se le cayó el regalo. Trató de atajarlo pero comenzó a rodar hasta que lo perdió de vista. Espero unos segundos para ver si la niña se movía a recogerlo. No ocurrió nada. Aquellos ojos negros seguían como hipnotizados. Sofía recordó las palabras de su primita Mariana: “no te confíes de esa niña; es como rara. Yo creo que está muerta”.
Por suerte su mamá la llamó y así pudo huir sin quedar como la miedosa, que era el apodo que le tenía Mariana. Era la hora de acomodar los libros que habían estado hojeando los clientes; así Sofía sabía que el cartelito de la puerta anunciaba que la librería estaba cerrada y que pronto llegaría su prima y ella estaría lista para contarle su gran aventura.
Sofía y su mamá disfrutaban mucho colocando los libros derechitos en los anaqueles, mientras le preguntaba cuál era la historia mágica que ocultaban. Su mamá los conocía todos. Le hablaba de Don Quijote y su encuentro con los molinos, de unos hombres valientes que perseguían a una gran ballena blanca, y de unos marineros que lucharon con un pulpo gigante durante un viaje de 20 mil leguas. Todas esas historias fascinaban a Sofía y le daban fuerza para aventurarse en aquel pasillo oscuro donde ahora estaba un bombón y posiblemente una niña saboreándolo.  
Tocaron la puerta como todas las noches. Eran su tía y su prima Mariana. Su mamá le pidió que les abriera. De puntillas, Sofía dio vuelta a la llave y las dejó entrar. Su tía le dio un gran abrazo y un mordisco en el cachete como era costumbre, y Sofía hizo como que no le gustaba, pero la verdad es que le dio cosquillas. 
Mientras los adultos hablaban, las dos primitas se alejaron. Sofía estaba deseosa por contarle lo cerquita que estuvo de la niña gracias a su plan achocolatado. Quería demostrarle que era más inteligente. Días atrás habían intentado conocerla siguiendo el plan de Mariana. Se atrevieron a guiñarle el ojo para ver si reaccionaba, pero nada, no respondió. Sofía sabía que la teoría de Mariana era falsa, porque cuando se iba con su mamá y apagaban todas las luces, pasaban por todos los pasillos hasta llegar a la salida, y allí no la veía. Se escondía o  tal vez se dormía. Se como fuere, estaba viva.
Mariana escuchó con mucho cuidado el relato, y en sus palabras encontró la solución al misterio: Irían a buscar el bombón. Si lo conseguían era porque esa niña estaba muerta, pues “nadie puede resistirse a un chocolate”, dijo con mucha seguridad. Sofía aceptó, pero le hizo saber que el bombón estaba muy cerca de la niña, así que seguro la iban a ver completamente. A Mariana le pareció perfecto. La verdad es que las dos estaban temblando, pero ninguna iba a demostrarlo. 
Caminaron hasta el pasillo y se tomaron de las manos sin decir nada. Allí les estaban esperando esos ojos, con la misma mirada penetrante. A medida que se acercaban andaban más lento; sentían que las estaba vigilando, que de un momento a otro la niña les iba a saltar encima. Sofía le apretó la mano a Mariana, quien no quitaba la vista del piso. Ambas descubrieron el bombón intacto. Sí, estaba muerta, y ellas allí tan cerquita. 
Sofía no podía creerlo. Estaba segura de que esa niña se escondía en las noches cuando su mamá apagaba las luces. De repente, ocurrió lo impensable, todo quedó completamente a oscuras. Mariana trató de huir, pero Sofía no la soltó. Era ahora o nunca. A la cuenta de tres abrieron los ojos y por primera vez no había nadie mirándolas. Corrieron despavoridas, tropezando con los anaqueles. El piso se convirtió en papeles movedizos y del cielo caían libros. “La niña está viva, la niña está viva”, gritaban llorando.
La mamá de Sofía escuchó el alboroto y prendió de nuevo las luces. Las encontró abrazadas y con los ojos cerrados en medio de un desorden de libros. Entre ella y su hermana trataron de calmarlas, hasta que finalmente alzaron el rostro de espaldas al pasillo. Entre sollozos, Sofía y Mariana confesaron que desde hacía días unos ojos gigantes no dejaban de observarlas, los ojos de una niña misteriosa y malvada. 
A la mamá de Sofía le entró un ataque de risas que casi se ahoga. Caminó hasta el final del corredor y hurgó entre el desastre de libros viejos hasta que levantó a la supuesta niña. A Sofía le dio miedo agarrarla, pero su mamá la convenció de que sólo era un libro con ojos de muñeca.
Al día siguiente, Mariana llegó más temprano que de costumbre. Sin saludar a su tía buscó ávidamente a Sofía; neceitaba contarle su última teoría. La encontró leyendo el libro. Sin explicarle nada se lo quitó de las manos y lo lanzó. "¡La niña está muerta, la niña está muerte! Está escondida entre las hojas". 
  Greilysu Moreno  
  
 

27/12/14

Treinta y uno


Hace un calor insoportable y no dejo de pensarte. He optado por resignarme a tus silencios, a esta cama sin arrugas y a esta compañía que no me llena.
Ella es de cristal; estar con ella es estar conmigo, así que termino en paz siendo yo sin ti. No soy culpable de tus sin quereres pero sí de mis murallas para impedir que me destruyas una vez más y aún así las traspasas a tu gusto cual ráfaga de viento que se cuela entre estas ventanas clausuradas.
Que cómo llegué a esto, me preguntaste hace unos días cuando finalmente dejaste de ser voz para encontrarnos en el jardín. No supe qué responderte. Estoy aquí y aquí estoy detestablemente a gusto. Es que ella no es como tú ni como yo.
Cada mañana mis párpados reciben las caricias más dulces y húmedas. Ella, Elena, me sumerge en sus brazos y me ahoga en sus labios. Siendo cómplice de su escape contamos juntas hasta treinta, justo a tiempo para escabullirse antes de que llegue la primera rutina de medicamentos. En esos segundos no quiero descubrir que es un nuevo día. Valdría más perderme en la oscuridad carente de sombras que recuerdan el infortunio de dos, de nosotros dos. Pero la luz me abre los ojos y me doy cuenta de que estoy entre paredes blancas y pasillos largos que llevan al fin de la nada. Digo treinta y uno y me encuentro sola.
 Ahora deambulo por los jardines simulando que soy feliz; por momentos lo creo y termino rodando por la grama cada vez más rápido  o cortando flores para impregnar mi cuarto con tu olor. Recuerdo que tu perfume favorito venía en un frasco rojo; aquí sólo hay cayenas rojas y con eso me conformo para revivirte, para inventarme la esencia de tu piel y  saciarme entre pétalos; se marchitan tan rápido y me quedo sin ti. Pero está Elena, siempre está ella.
Azul es la píldora que inhibe mi depresión y es allí cuando más la quiero. Suele hacer efecto en la tarde, cuando se nos permite compartir a solas. Su cabellera larga y ondulada se posa en mi almohada y yo siento que sus cabellos crecen hasta arroparme y no poder zafarme. Juego con ellos; primero mis dedos sienten sus finas hierbas tostadas y aterciopeladas; del centro a las puntas logro atenuar su respiración. Admiro su mirada escondida entre los lentes. Ella se los retira y a mi entran unas ganas desaforadas de besarla. Ella se quita sus escudos, se desnuda ante mí y yo me contagio de su poder, de sentirnos libre.
No siempre es así, a veces apenas entra nos hacemos una y éstas son las veces que más disfruto. Puedo ser ella y al ser ella no soy yo, esa yo a la que únicamente le importas tú. Trasciendo, sabes, trasciendo de ti y de mí. Lástima que todo es mentira. Quisiera creer que estoy en paz, pero cuando ella no está sé que es falsa. Detesto su olor a jazmín y su delicadeza cuando se pierde en mi sexo. Necesito tu piel mojada y tus manos toscas arrebatándome hasta pedir descanso. Cómo te odio, Ignacio.
Traté de revivir los gemidos que me propicias. La esperé tras la puerta y justo cuando entró la tomé por las caderas y la apreté contra mí. Elena intentó librarse pero con más fuerza la controlé. Comencé a saborear sus labios sin control, a tal punto que amarla sabía a sangre. Ella se quejó sin poder propiciar palabra y yo no estaba dispuesta a parar. Esta vez conté hasta 30, sin ella repitiendo; mis manos apretaban su cuello ejerciendo toda la intensidad acorde con sus ojos desvirtuados. La solté cuando renuncié a la idea de ser tú. Se despidió de este mundo cubierta de negro plástico y sin respirar; todo por ti. Ahora ya me queda nada y menos en este nuevo cuarto con barrotes y sin ventanas. En mi cabeza cuento hasta treinta a ver si ella aparece, pero no. Cuento 31 y ahora sigues tú.  
Greilysu Moreno


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